Entre gritos, sudor y sangre
: un podio que sabe a lucha
Este fin de semana competimos en el Campeonato de Europa
de obstáculos por equipos en Lisboa, vistiendo la camiseta de España.
Cuando te pones esa camiseta, cuando te colocas la
bandera en el pecho, sabes que no puedes correr a medias, ni competir con
reservas. Hay que darlo todo: física, mental y deportivamente, porque es lo que
se espera de ti, porque es lo que se espera de un deportista español.
Esa camiseta no representa solo a tres corredores. Representa
a un país, a toda una manera de entender el deporte: con coraje, con esfuerzo,
sin excusas y sin rendirse nunca.
Y allí estábamos, con esa camiseta, con esa
responsabilidad y con esas ganas.
Desde el primer
metro salimos a fuego, con una sola idea: llegar primeros a los primeros
obstáculos y marcar territorio.
Los cruzamos bien, rápidos, sólidos, animándonos sin
parar. Sentíamos que estábamos donde teníamos que estar. El cuerpo respondía.
La cabeza también. Todo fluía. Pero llegó uno de esos obstáculos que no solo
pone a prueba tus piernas, sino tu cabeza y el alma del equipo.
Era uno de los nuevos: dos tensan una cuerda, el tercero
la cruza estilo koala, y se repite a la inversa. Fácil de explicar, un infierno
de ejecutar con las pulsaciones a mil. Víctor cruzó bien porque Luis y yo
tensamos fuerte, pero cuando le tocó a Luis, yo no podía sujetar, me arrastraba
por la tierra hasta chocar con la estructura, y vuelta a empezar. Otra vez, el
mismo error.
Allí empezó el caos. Las piernas temblaban, los
antebrazos ardían, y las voces se convertían en gritos que chocaban:
“¡PASA TÚ PRIMERO!”
“¡NO, NO, SUJETA!”
“¡QUÉ SUJETAS TÚ ¿NO LO VES?!”
Veíamos cómo los holandeses cruzaban, cómo la carrera se
nos escapaba, cómo todo un año de trabajo podía desaparecer entre nuestras
manos, y no era justo. En medio de ese desorden, sin entender cómo, ya estaba
al otro lado de la cuerda, y conseguimos tensar para que pasara Luis. Fue un
momento de rabia y frustración: “Mal, hemos empezado mal, pero aquí no se rinde
nadie.”
Y a correr de nuevo. Sin pensar, sin mirar atrás, sin
espacio para la queja. Solo quedaba una opción: recuperar el ritmo y volver a
estar en la pelea.
Ese obstáculo nos quitó tiempo, sí, pero sobre todo nos
drenó energía y nos desmoralizó. Las pulsaciones iban por libre, pero no había
margen para lamentos: equilibrio, precisión, agua, cuerda… todo cruzado con
determinación, con la mirada fija en los holandeses, sabiendo que aquí no
podíamos aflojar ni un segundo.
Llegó nuestra parte: la carrera en plano. Allí volamos y
les recortamos.
Pero tocaba la parte dura: cargas y suspensiones. En la
carga con tronco, se subió Víctor y lo llevamos rápido, pero por falta de
coordinación lo soltamos antes de tiempo y le cayó encima un tronco de más de
20 kg. Se quedó sin aire, como ese balonazo que te deja tirado en el suelo sin
poder respirar. Pero aquí nadie para, nadie espera. Víctor se levantó mientras
recuperaba el aire, corriendo como podía, y con cada bocanada nos gritaba que
nos fuéramos a la mierda… y tenía razón.
Superamos el siguiente porteo y llegaron las suspensiones
más duras: tres combos seguidos, uno tras otro, con las manos ardiendo, el
antebrazo al límite y el corazón bombeando a lo loco. Todo salió bien… menos el
último toque de campana de Víctor, que se quedó a un centímetro. Un centímetro.
La carrera. Un jarro de agua fría, porque todo el esfuerzo por estar de nuevo
en la pelea se nos iba allí. Ese centímetro suponía subir y bajar las gradas de
un estadio con un bidón de más de 20 kg a la espalda.
Los holandeses no penalizan. Los italianos tampoco.
Nosotros sí. La carrera se ponía muy cuesta arriba. Solo nos quedaba una
opción: ir al límite y no fallar más.
Llegó el río: 1,5 km con el agua por las rodillas,
piedras, rocas, cada paso un riesgo de doblar el tobillo. Antes de entrar, no
hizo falta decir nada, lo teníamos claro: “Toca asumir el máximo riesgo, no hay
otra.”
Y nos la jugamos. Cada paso en el río era un pulso entre
dolor y velocidad, entre riesgo y ambición. Hubo caídas, pero daba igual, ni un
“¡ay!”, ni un “espera”. Allí, mientras otros aseguraban, nosotros fuimos a
ganar.
Salimos del río con opciones reales de podio, otra vez, en
equipo, volvimos a remontar la carrera. Pero sabíamos que no podíamos cometer
un error más. Tocaba el equilibrio sobre troncos finos, con el corazón en la
garganta, porque un fallo de uno y los tres repetíamos. Se nos podía ir la
carrera definitivamente pero lo pasamos a la primera.
Quedaba la última subida, dos suspensiones más, la
penalización con el bidón y la vuelta a pista con la precisión de pistola.
Íbamos rotos, vacíos, con el cuerpo pidiendo parar y la
cabeza diciendo “ahora no”.
“¡Último esfuerzo, aquí nos lo jugamos!”, gritó Víctor con la voz que le
quedaba. Y a partir de ahí, a sufrir en silencio. Sin hablar, sin mirarnos,
porque ya sabíamos que era morir o perder.
Hicimos la penalización con el bidón pasándolo de mano en
mano, y salimos a por los últimos 400 metros. Llegamos a la pistola con 30
segundos para acertar. Fallé todos. Todos. Ese fallo nos obligó a sprintar los
últimos 200 metros al 110%, dejando en esa pista todo nuestro cuerpo y alma.
Cruzamos la meta. Sin saber nada. Solo con el pulso
reventando, las piernas temblando y la cabeza girando.
Y poco después nos lo dijeron:
¡TERCEROS DE EUROPA!
Un podio que nos llevó al límite físico y mental, en
equipo, a gritos, con discusiones, con sangre en las manos y en las rodillas,
con tierra en la cara y con el corazón en cada paso. Un podio que no nos
regalaron, vinimos a recoger lo que es nuestro con cada metro que corrimos, con
cada obstáculo superado y con cada caída de la que nos levantamos.
Y sí, es un éxito enorme. Pero no, no nos vamos a
conformar. Hemos aprendido. Hemos visto nuestros errores. Sabemos dónde
fallamos. Y sabemos que podemos ir a por más.
Porque sí, somos terceros de Europa. Pero el año que viene, vamos a por el oro.