martes, 1 de julio de 2025

Con la bandera y en equipo

 

Entre gritos, sudor y sangre
: un podio que sabe a lucha

Este fin de semana competimos en el Campeonato de Europa de obstáculos por equipos en Lisboa, vistiendo la camiseta de España.

Cuando te pones esa camiseta, cuando te colocas la bandera en el pecho, sabes que no puedes correr a medias, ni competir con reservas. Hay que darlo todo: física, mental y deportivamente, porque es lo que se espera de ti, porque es lo que se espera de un deportista español.

Esa camiseta no representa solo a tres corredores. Representa a un país, a toda una manera de entender el deporte: con coraje, con esfuerzo, sin excusas y sin rendirse nunca.

Y allí estábamos, con esa camiseta, con esa responsabilidad y con esas ganas.

 Desde el primer metro salimos a fuego, con una sola idea: llegar primeros a los primeros obstáculos y marcar territorio.

Los cruzamos bien, rápidos, sólidos, animándonos sin parar. Sentíamos que estábamos donde teníamos que estar. El cuerpo respondía. La cabeza también. Todo fluía. Pero llegó uno de esos obstáculos que no solo pone a prueba tus piernas, sino tu cabeza y el alma del equipo.

Era uno de los nuevos: dos tensan una cuerda, el tercero la cruza estilo koala, y se repite a la inversa. Fácil de explicar, un infierno de ejecutar con las pulsaciones a mil. Víctor cruzó bien porque Luis y yo tensamos fuerte, pero cuando le tocó a Luis, yo no podía sujetar, me arrastraba por la tierra hasta chocar con la estructura, y vuelta a empezar. Otra vez, el mismo error.

Allí empezó el caos. Las piernas temblaban, los antebrazos ardían, y las voces se convertían en gritos que chocaban:

“¡PASA TÚ PRIMERO!”
“¡NO, NO, SUJETA!”
“¡QUÉ SUJETAS TÚ ¿NO LO VES?!”

Veíamos cómo los holandeses cruzaban, cómo la carrera se nos escapaba, cómo todo un año de trabajo podía desaparecer entre nuestras manos, y no era justo. En medio de ese desorden, sin entender cómo, ya estaba al otro lado de la cuerda, y conseguimos tensar para que pasara Luis. Fue un momento de rabia y frustración: “Mal, hemos empezado mal, pero aquí no se rinde nadie.”

Y a correr de nuevo. Sin pensar, sin mirar atrás, sin espacio para la queja. Solo quedaba una opción: recuperar el ritmo y volver a estar en la pelea.

Ese obstáculo nos quitó tiempo, sí, pero sobre todo nos drenó energía y nos desmoralizó. Las pulsaciones iban por libre, pero no había margen para lamentos: equilibrio, precisión, agua, cuerda… todo cruzado con determinación, con la mirada fija en los holandeses, sabiendo que aquí no podíamos aflojar ni un segundo.

Llegó nuestra parte: la carrera en plano. Allí volamos y les recortamos.

Pero tocaba la parte dura: cargas y suspensiones. En la carga con tronco, se subió Víctor y lo llevamos rápido, pero por falta de coordinación lo soltamos antes de tiempo y le cayó encima un tronco de más de 20 kg. Se quedó sin aire, como ese balonazo que te deja tirado en el suelo sin poder respirar. Pero aquí nadie para, nadie espera. Víctor se levantó mientras recuperaba el aire, corriendo como podía, y con cada bocanada nos gritaba que nos fuéramos a la mierda… y tenía razón.

Superamos el siguiente porteo y llegaron las suspensiones más duras: tres combos seguidos, uno tras otro, con las manos ardiendo, el antebrazo al límite y el corazón bombeando a lo loco. Todo salió bien… menos el último toque de campana de Víctor, que se quedó a un centímetro. Un centímetro. La carrera. Un jarro de agua fría, porque todo el esfuerzo por estar de nuevo en la pelea se nos iba allí. Ese centímetro suponía subir y bajar las gradas de un estadio con un bidón de más de 20 kg a la espalda.

Los holandeses no penalizan. Los italianos tampoco. Nosotros sí. La carrera se ponía muy cuesta arriba. Solo nos quedaba una opción: ir al límite y no fallar más.

Llegó el río: 1,5 km con el agua por las rodillas, piedras, rocas, cada paso un riesgo de doblar el tobillo. Antes de entrar, no hizo falta decir nada, lo teníamos claro: “Toca asumir el máximo riesgo, no hay otra.”

Y nos la jugamos. Cada paso en el río era un pulso entre dolor y velocidad, entre riesgo y ambición. Hubo caídas, pero daba igual, ni un “¡ay!”, ni un “espera”. Allí, mientras otros aseguraban, nosotros fuimos a ganar.

Salimos del río con opciones reales de podio, otra vez, en equipo, volvimos a remontar la carrera. Pero sabíamos que no podíamos cometer un error más. Tocaba el equilibrio sobre troncos finos, con el corazón en la garganta, porque un fallo de uno y los tres repetíamos. Se nos podía ir la carrera definitivamente pero lo pasamos a la primera.

Quedaba la última subida, dos suspensiones más, la penalización con el bidón y la vuelta a pista con la precisión de pistola.

Íbamos rotos, vacíos, con el cuerpo pidiendo parar y la cabeza diciendo “ahora no”.
“¡Último esfuerzo, aquí nos lo jugamos!”, gritó Víctor con la voz que le quedaba. Y a partir de ahí, a sufrir en silencio. Sin hablar, sin mirarnos, porque ya sabíamos que era morir o perder.

Hicimos la penalización con el bidón pasándolo de mano en mano, y salimos a por los últimos 400 metros. Llegamos a la pistola con 30 segundos para acertar. Fallé todos. Todos. Ese fallo nos obligó a sprintar los últimos 200 metros al 110%, dejando en esa pista todo nuestro cuerpo y alma.

Cruzamos la meta. Sin saber nada. Solo con el pulso reventando, las piernas temblando y la cabeza girando.

Y poco después nos lo dijeron:

¡TERCEROS DE EUROPA!

Un podio que nos llevó al límite físico y mental, en equipo, a gritos, con discusiones, con sangre en las manos y en las rodillas, con tierra en la cara y con el corazón en cada paso. Un podio que no nos regalaron, vinimos a recoger lo que es nuestro con cada metro que corrimos, con cada obstáculo superado y con cada caída de la que nos levantamos.

Y sí, es un éxito enorme. Pero no, no nos vamos a conformar. Hemos aprendido. Hemos visto nuestros errores. Sabemos dónde fallamos. Y sabemos que podemos ir a por más.

Porque sí, somos terceros de Europa. Pero el año que viene, vamos a por el oro.


miércoles, 14 de mayo de 2025

Sin atajos, hay que lucharlo

 

Días antes de la carrera, ya tenía el dilema de si participar en la categoría competitiva o en la profesional. Después de haber ganado en la categoría competitiva en Mallorca, tenía sentido continuar en ella e intentar ganar la liga; al fin y al cabo, es mi primer año y ya representa un reto muy interesante. Al ganar la liga competitiva te otorgan un triángulo espartano, que es una de las mayores insignias en el mundo de los obstáculos. Es un premio que uno puede lucir con mucho orgullo.

La liga profesional, en cambio, es otra historia. Allí compiten los mejores de cada país, y al ser de tan alto nivel, solo con quedar entre los tres primeros te entregan directamente el triángulo de bronce, plata o oro en una única carrera. ¿Qué hacer? ¿Asegurarme la liga competitiva sabiendo que soy el mejor corredor y tengo muchas posibilidades de ganarla? O, ¿renunciar a eso y dar el salto directamente a la profesional, sabiendo que las posibilidades de ganar son mucho más reducidas? Pues obvio... ¡a salir con los mejores!

Pues aquí estoy, a 10 segundos de la salida. Delante de mí, un trail exigente de 12 km con más de 25 obstáculos. Como siempre, cierro los ojos y me hablo a mí mismo: "Si estás aquí, es porque puedes competir contra ellos. Has trabajado muy duro, ahora es el momento de darlo todo". Y como siempre, "Calma, cabeza y mucho coraje, Jorge, mucho coraje". La salida, como siempre, se marca con ritmos que, por la experiencia que tengo, suelen ser un 30% superiores a la media de la carrera (hablando en términos de potencia), pero hay que estar allí. Muchas veces, los primeros tramos son muy estrechos y no posicionarte bien puede hacer que te quedes atrás y no puedas recuperar el grupo de cabeza.

Salgo con ellos y así pasamos los dos primeros kilómetros, en los que no hay obstáculos complejos (cruzar un río y dos muros). Estamos cinco corredores en cabeza: cuatro de la selección española y yo, el infiltrado. Sigo repitiéndome: "Este es tu sitio, si estás aquí es porque puedes competir". Al llegar al primer obstáculo de equilibrio, lo tengo claro: CALMA. La madera está llena de barro y es fácil resbalar. Los dos primeros lo cruzan rápidamente, pero yo no. Subo el metro de pendiente fuerte, me paro arriba, mantengo el equilibrio, me posiciono y cruzo la madera. El cuarto y el quinto se alarman al ver pasar tan rápido a los dos primeros, así que intentan hacer lo mismo, pero caen y deben hacer la penalización.

Justo después viene el primero de carga: un saco de 27,5 kg a la espalda y a correr por terreno de barro en subida, más de 50 metros. Allí consumo mucha energía, pero consigo que no se distancien los dos primeros. Justo después hay un obstáculo de suspensión, mi especialidad. Lo cruzo al más rápido y recupero la cabeza. Ahora somos tres, aunque el cuarto viene como un cohete por detrás.   

                                        
                                      


La primera subida se me hace muy larga y empiezo a notar una fatiga importante. Aquí es donde viene uno de los dilemas de carrera, donde uno tiene que valorar cuánto riesgo vale la pena asumir. Sé que los corredores que tengo delante son mejores que yo subiendo, pero no creo que lo sean en llano o bajada. Sé que hay una zona de suspensiones bastante exigente donde puedo recuperar, así que decido no seguir su ritmo,
es demasiado fuerte y me puede costar la carrera, así que me descuelgo. Tras otra carga y algunos muros, llegamos a la parte alta del primer pico. Hago la polea con carga, dos muros más y ahí empiezo a apretar. Es una bajada y un plano largo.

Dos kilómetros después vienen una secuencia de suspensiones muy duras, así que decido bajar el ritmo para llegar con aire a esa zona. Al reflexionar sobre mi decisión, creo que me equivoqué. Mi especialidad es la suspensión, y si paso esos obstáculos bien pero sin darlo todo, puedo recuperar mucho cardio para enfrentar la última parte de la carrera. Hacer ese plano más rápido me hubiese acercado a las primeras posiciones y, tras las suspensiones, podría haberlos tenido muy cerca. Además, en estas carreras es muy útil que los de delante sientan la presión, ya que hay mayor probabilidad de que fallen.

Llego a las suspensiones y las paso rápido y sin esfuerzo. No debería ser así; puede que haya pecado de precavido, pero bueno, todo es experiencia. Ya estamos a solo 4 km de la meta, pero aún tengo delante los obstáculos con las peores penalizaciones de la carrera: el equilibrio en cuerda y la jabalina. Fallar en uno de esos implica perder la carrera, pero si no fallo, puedo mantener este tercer puesto, e incluso, quién sabe, intentar ir a por los dos primeros. Tras un plano largo en el que no escatimo en esfuerzo, cojo la subida con bastante tranquilidad. Aunque podría dar mucho más, viene un equilibrio que es fundamental pasar. Este dilema fue el más duro... ¿Qué hago? ¿Voy a por todas y me exprimo antes del equilibrio, incrementando el riesgo de caer, pero acercándome a la cabeza, o bajo un poco el ritmo, aseguro no penalizar y sigo con mi tercera posición? Pues bien, a veces hay que poner cabeza. Bajo el ritmo, cruzo el equilibrio y vuelvo a apretar en la bajada.

                                         

Cuando llego abajo, veo a los dos primeros, a un minuto aproximadamente. Quedan 1,5 km y 5 obstáculos, es casi imposible alcanzarlos pero que no quede intentarlo. Cojo el atlas de 50 kg y hago el recorrido sin fatigarme mucho, pero viene el momento más temido por todo corredor de obstáculos: la precisión. Es un lanzamiento de jabalina que no consume nada de energía, pero dar a la diana significa seguir corriendo, y fallar... ¡son 30 burpees! Puedo asegurar que penalizar allí es tirar la carrera, ya que consumes más de 1 minuto de tiempo (lo cual, con lo ajustado que va todo, es una barbaridad). Pero lo peor es que el último tramo de carrera lo haces sin nada de energía.

El planteamiento ha sido ir con todo desde el segundo equilibrio, sin plan B, y si fallo la jabalina, ya no hay vuelta atrás. Así que no puedo fallar. Cojo la jabalina, miro a la diana y respiro lo más hondo que puedo. Lo he practicado mucho y, sobre todo, me evado: estar yo y la lanza, mente y cuerpo en un solo tiro. Lanzo... ¡y diana! Lanzo un grito que muere por falta de voz (si se puede evitar el gritito, mejor). Ahora ya sé lo que hay delante: obstáculos de fuerza y salto, y 1,5 km con una única cuesta. Solo hay que aguantar. Por eso grité, porque sé que me acabo de asegurar un pódium nacional. Aunque los dos primeros se me han distanciado, voy con todo a por ellos. Si uno de ellos le da el bajón, yo estoy con energía. La realidad es que ellos también hacen un muy buen final de carrera y llegan un minuto por delante de mí. Cruzo la meta en tercera posición, levanto la primera cinta espartana y me cuelo entre los tres mejores de España sin que nadie lo esperara. Llegar a meta sabiendo lo que he conseguido es emocionante y no os voy a negar que hay una resaca emocional posterior que te hace perder el foco. Uno está muy orgulloso de sí mismo, y, sobre todo, se nutre del orgullo que transmiten hacia ti los familiares, en mi caso, como siempre, mi mujer y mis hijos, pero también mis padres, amigos...

Dos días después, ya tengo el foco puesto. Vuelvo a los entrenos y a la carga con más fuerza que antes, con tres objetivos claros: 1. Ser campeón de Europa en equipos (Portugal), 2. Ser campeón de Europa individual en categoría (Finlandia), 3. Volver a sacar un podio en la siguiente carrera de la liga nacional (Barcelona). No serán retos fáciles, y van a requerir de muchísimo entrenamiento, pero para eso estamos.

Y ahora, la gran pregunta: ¿Y todo esto, por qué? Lo máximo que puedo ganar es para cubrir los gastos (y eso si todo va bien). Hay tanto sacrificio, tantas horas de esfuerzo físico y mental, que a veces me pregunto si realmente vale la pena. Y lo peor, o lo mejor, es que las carreras se sienten como una auténtica agonía. Pero... ¿¡por qué!? Porque, en el fondo, sé que luchar con todo lo que tengo, sin esperar nada a cambio más que mi propio orgullo, me hace sentirme más pleno que cualquier otra recompensa material.

Y hay algo aún más profundo: estoy convencido de que cuando les hablo a mis hijos sobre lo que realmente creo que importa, cuando les enseño el verdadero valor del esfuerzo, del sacrificio y de la constancia, cuando les cuento cómo lucho, cómo me parto la cara para superar cada reto que me propongo, lo hago con la certeza de que mis palabras nacen del ejemplo, de lo vivido, de esa convicción que solo la experiencia puede dar. En un mundo donde la inmediatez prima, donde con la inteligencia artificial podemos crear canciones en un minuto, revisar documentos o hacer muchísimas cosas con menor esfuerzo, el verdadero valor del sacrificio y la lucha parece haberse desdibujado. Pero hay algo con lo que no pueden, con lo que la tecnología no puede sustituir: el deporte. Ahí, no hay atajos ni trucos.

Para estar entre los mejores en lo que elijan, tendrán que ser increíblemente valientes y, sobre todo, no permitir que nadie, absolutamente nadie, les diga que no pueden conseguirlo. El sacrificio es la clave, no hay otra. Lo que he aprendido tras haber competido cientos de veces y haber tenido la oportunidad de estar entre los mejores en carreras de obstáculos y trail de España, es que el esfuerzo, la perseverancia y la capacidad de aguantar hasta el final son lo que realmente marcan la diferencia. Eso es lo que quiero transmitirles.

Por eso corro. Porque cada vez que lo hago, siento que me acerco más a la persona que quiero ser. Y por eso sigo adelante, sin pensar en rendirme. A por la siguiente, con calma, con cabeza y con coraje… muchísimo coraje.



lunes, 17 de marzo de 2025

Avísame cuando ganes

 




El día de la carrera iba con muchas dudas. Mi última experiencia en una competición de esta magnitud había terminado en abandono por una torcedura de tobillo, provocada posiblemente por una mala dosificación, esta vez no quería cometer los mismos errores. Sabía que el desafío que me esperaba en la Spartan Race de Mallorca iba a ser durísimo. Se trataba de 21 kilómetros de intensa montaña con un desnivel acumulado brutal, más de 30 obstáculos a superar y un factor añadido: la lluvia. Correr sobre barro es mucho más lento, ya que cada vez que despegas el pie del suelo tienes que hacer un esfuerzo extra. Esto hace que los ritmos caigan y las pulsaciones suban, lo que añade una carga extra tanto física como mentalmente. El terreno resbaladizo lo complicaba todo aún más. Los obstáculos de suspensión requerían más fuerza para evitar caer, los de equilibrio se convertían en una auténtica lotería (con el riesgo de caídas feas), y los obstáculos de peso necesitaban un esfuerzo extra, ya que resbalaban y hacían que la fuerza fuera clave. Además, el frío y la ropa mojada añadían un desafío extra. Sabía que tenía que ir con mucho cuidado, ya que cualquier error podría costarme la carrera.

Decidí no precipitarme. Al salir, mi planteamiento era claro: ir con calma. Durante los primeros kilómetros, me encontré en posiciones alejadas incluso del Top 10, es algo arriesgado pero la carrera es muy larga. Como no conocía a fondo la competición ni a mis contrincantes, creí que lo más inteligente era salir de manera medida, observando y obteniendo información sobre la carrera y los demás corredores.

Si salía muy fuerte, estaba asumiendo riesgos innecesarios, y esa no era mi intención. Quería saber cómo se comportaban mis competidores, conocer qué tipo de terreno me iba a encontrar y cómo me iba a sentir. No estaba dispuesto a cometer el mismo error de mi última carrera de obstáculos.

A medida que avanzaba, fui recogiendo información valiosa. Me di cuenta de que yo tenía una ventaja competitiva importante en las bajadas técnicas. Es fácil ver quién tiene los 4 siguientes pasos ya visualizados en la cabeza y quién no. Las bajadas técnicas requieren no solo agilidad, sino una mentalidad muy clara y la capacidad de anticiparse a lo que viene. Aquí es cuando los riesgos se multiplican: perder la concentración en este tipo de terrenos puede significar una caída, y por ende, la pérdida de la carrera. Además, en los obstáculos de suspensión, estaba a la altura de los mejores. Esto me dio confianza para seguir adelante. Con esta información, pude plantear cómo iba a abordar el resto de la carrera.

Cuando llegué a la primera bajada técnica de cierta longitud, sabía que tenía que aprovechar mi ventaja. El riesgo era alto, sobre todo con la lluvia, ya que una caída podría sacarme de la competición, pero había entrenado mucho esta parte del trail. Si había alguna posibilidad de ganar, tenía que aprovechar donde tengo ventaja. Apreté al máximo, y mi plan dio los resultados esperados: me escapé del grupo y logré distanciarme.

Los obstáculos de suspensión fueron extremadamente complicados debido a la lluvia. Tenía que ir mucho más lento en cada paso, ajustando al máximo el agarre para evitar el balanceo, que podría lanzarme fuera de la pista. Allí se requería paciencia, el cuerpo te pide ir rápido ya que tengo el nivel técnico y la fuerza para ventilarme esos obstáculos muy rápido pero con lluvia había que parar y asegurar cada paso.




En los obstáculos de peso, no tuve grandes dificultades. Algunos eran más largos de lo que esperaba, pero los controlé bien y no me fatigaron en exceso. Sin embargo, uno de los obstáculos que más me costó fue el de las cadenas. Llevar una cadena de 25 kg sobre el cuello es ya un reto en sí mismo, pero cuando te añaden una subida con pendientes del 20% y barro, la cosa se complica aún más. El esfuerzo físico aumenta considerablemente, y cada paso cuesta mucho más. Bajando, además, la sensación es de mayor precaución, ya que resbalar con el peso colgando puede ser peligroso y fácilmente provocar una lesión. Eso convirtió ese obstáculo en uno de los más exigentes de la carrera.



Al llegar a la parte más alta de la carrera, me encontré con un panorama que no me hubiese creído dos horas antes. Al girarme, no vi a nadie cerca. Estaba a unos 3 km de la meta: una bajada técnica y cuatro obstáculos más. Todo lo que tenía que hacer era no lesionarme y mantenerme enfocado. Me repetía a mí mismo: "Solo tienes que llegar, tranquilo, no asumas más riesgos".

Pero la naturaleza del reto no perdona. En una curva, resbalé y caí al suelo. El reflejo de los músculos al caer fue inmediato, pero sentí un tirón en el gemelo. A tan solo un kilómetro de la meta, con un gemelo al borde de las rampas, podía perder la carrera. Aquí no había tiempo para lamentaciones. En este tipo de pruebas, no hay margen para lloriqueos ni para recuperarse como en otros deportes. O sigues o pierdes, no hay más.

Me concentré al máximo en mi pisada y en el músculo afectado. Con la cabeza puesta en la meta, seguí adelante, sin perder la concentración.

A tan solo 100 metros de la meta, fallé el lanzamiento de la jabalina. El castigo: 30 burpees. En ese momento, el cansancio acumulado de 21 km, más de 1000 metros de desnivel y 30 obstáculos hacen que ese castigo sea una auténtica odisea. Pero la ventaja que había sacado me permitió acabarlos sin tener la presión del segundo.

Ya quedaban sólo dos obstáculos y la cortina de fuego. Afortunadamente, ya estaba lo suficientemente cerca de la meta como para sentir que la victoria estaba al alcance. Salté las brasas finales, y crucé la meta en primera posición.


¿Lo primero que hice? Coger el móvil y decírselo a mis más cercanos: "¡He ganado! ¡Primero! ¡No me lo puedo ni creer! ¡He ganado!"

En ese momento, me vino a la mente todo lo vivido. La frustración, la impotencia, la rabia que se siente cuando todo el trabajo y sacrificio se traducen en abandonar una carrera. Detrás de estas competiciones hay muchísimo esfuerzo y sacrificio que van mucho más allá de lo físico. Y cuando todo eso se va al traste con un abandono, cuesta muchísimo entenderlo. Recordé lo que me costó volver a ponerme en la línea de salida de una competición tan exigente, lo hice de manera algo impulsiva, con el miedo de volver a abandonar por segunda vez.

Pero había alguien que lo tenía claro. Al volver a mirar la conversación, leo el mensaje que me mandó mi mujer antes de salir: "Avísame cuando ganes".