miércoles, 14 de mayo de 2025

Sin atajos, hay que lucharlo

 

Días antes de la carrera, ya tenía el dilema de si participar en la categoría competitiva o en la profesional. Después de haber ganado en la categoría competitiva en Mallorca, tenía sentido continuar en ella e intentar ganar la liga; al fin y al cabo, es mi primer año y ya representa un reto muy interesante. Al ganar la liga competitiva te otorgan un triángulo espartano, que es una de las mayores insignias en el mundo de los obstáculos. Es un premio que uno puede lucir con mucho orgullo.

La liga profesional, en cambio, es otra historia. Allí compiten los mejores de cada país, y al ser de tan alto nivel, solo con quedar entre los tres primeros te entregan directamente el triángulo de bronce, plata o oro en una única carrera. ¿Qué hacer? ¿Asegurarme la liga competitiva sabiendo que soy el mejor corredor y tengo muchas posibilidades de ganarla? O, ¿renunciar a eso y dar el salto directamente a la profesional, sabiendo que las posibilidades de ganar son mucho más reducidas? Pues obvio... ¡a salir con los mejores!

Pues aquí estoy, a 10 segundos de la salida. Delante de mí, un trail exigente de 12 km con más de 25 obstáculos. Como siempre, cierro los ojos y me hablo a mí mismo: "Si estás aquí, es porque puedes competir contra ellos. Has trabajado muy duro, ahora es el momento de darlo todo". Y como siempre, "Calma, cabeza y mucho coraje, Jorge, mucho coraje". La salida, como siempre, se marca con ritmos que, por la experiencia que tengo, suelen ser un 30% superiores a la media de la carrera (hablando en términos de potencia), pero hay que estar allí. Muchas veces, los primeros tramos son muy estrechos y no posicionarte bien puede hacer que te quedes atrás y no puedas recuperar el grupo de cabeza.

Salgo con ellos y así pasamos los dos primeros kilómetros, en los que no hay obstáculos complejos (cruzar un río y dos muros). Estamos cinco corredores en cabeza: cuatro de la selección española y yo, el infiltrado. Sigo repitiéndome: "Este es tu sitio, si estás aquí es porque puedes competir". Al llegar al primer obstáculo de equilibrio, lo tengo claro: CALMA. La madera está llena de barro y es fácil resbalar. Los dos primeros lo cruzan rápidamente, pero yo no. Subo el metro de pendiente fuerte, me paro arriba, mantengo el equilibrio, me posiciono y cruzo la madera. El cuarto y el quinto se alarman al ver pasar tan rápido a los dos primeros, así que intentan hacer lo mismo, pero caen y deben hacer la penalización.

Justo después viene el primero de carga: un saco de 27,5 kg a la espalda y a correr por terreno de barro en subida, más de 50 metros. Allí consumo mucha energía, pero consigo que no se distancien los dos primeros. Justo después hay un obstáculo de suspensión, mi especialidad. Lo cruzo al más rápido y recupero la cabeza. Ahora somos tres, aunque el cuarto viene como un cohete por detrás.   

                                        
                                      


La primera subida se me hace muy larga y empiezo a notar una fatiga importante. Aquí es donde viene uno de los dilemas de carrera, donde uno tiene que valorar cuánto riesgo vale la pena asumir. Sé que los corredores que tengo delante son mejores que yo subiendo, pero no creo que lo sean en llano o bajada. Sé que hay una zona de suspensiones bastante exigente donde puedo recuperar, así que decido no seguir su ritmo,
es demasiado fuerte y me puede costar la carrera, así que me descuelgo. Tras otra carga y algunos muros, llegamos a la parte alta del primer pico. Hago la polea con carga, dos muros más y ahí empiezo a apretar. Es una bajada y un plano largo.

Dos kilómetros después vienen una secuencia de suspensiones muy duras, así que decido bajar el ritmo para llegar con aire a esa zona. Al reflexionar sobre mi decisión, creo que me equivoqué. Mi especialidad es la suspensión, y si paso esos obstáculos bien pero sin darlo todo, puedo recuperar mucho cardio para enfrentar la última parte de la carrera. Hacer ese plano más rápido me hubiese acercado a las primeras posiciones y, tras las suspensiones, podría haberlos tenido muy cerca. Además, en estas carreras es muy útil que los de delante sientan la presión, ya que hay mayor probabilidad de que fallen.

Llego a las suspensiones y las paso rápido y sin esfuerzo. No debería ser así; puede que haya pecado de precavido, pero bueno, todo es experiencia. Ya estamos a solo 4 km de la meta, pero aún tengo delante los obstáculos con las peores penalizaciones de la carrera: el equilibrio en cuerda y la jabalina. Fallar en uno de esos implica perder la carrera, pero si no fallo, puedo mantener este tercer puesto, e incluso, quién sabe, intentar ir a por los dos primeros. Tras un plano largo en el que no escatimo en esfuerzo, cojo la subida con bastante tranquilidad. Aunque podría dar mucho más, viene un equilibrio que es fundamental pasar. Este dilema fue el más duro... ¿Qué hago? ¿Voy a por todas y me exprimo antes del equilibrio, incrementando el riesgo de caer, pero acercándome a la cabeza, o bajo un poco el ritmo, aseguro no penalizar y sigo con mi tercera posición? Pues bien, a veces hay que poner cabeza. Bajo el ritmo, cruzo el equilibrio y vuelvo a apretar en la bajada.

                                         

Cuando llego abajo, veo a los dos primeros, a un minuto aproximadamente. Quedan 1,5 km y 5 obstáculos, es casi imposible alcanzarlos pero que no quede intentarlo. Cojo el atlas de 50 kg y hago el recorrido sin fatigarme mucho, pero viene el momento más temido por todo corredor de obstáculos: la precisión. Es un lanzamiento de jabalina que no consume nada de energía, pero dar a la diana significa seguir corriendo, y fallar... ¡son 30 burpees! Puedo asegurar que penalizar allí es tirar la carrera, ya que consumes más de 1 minuto de tiempo (lo cual, con lo ajustado que va todo, es una barbaridad). Pero lo peor es que el último tramo de carrera lo haces sin nada de energía.

El planteamiento ha sido ir con todo desde el segundo equilibrio, sin plan B, y si fallo la jabalina, ya no hay vuelta atrás. Así que no puedo fallar. Cojo la jabalina, miro a la diana y respiro lo más hondo que puedo. Lo he practicado mucho y, sobre todo, me evado: estar yo y la lanza, mente y cuerpo en un solo tiro. Lanzo... ¡y diana! Lanzo un grito que muere por falta de voz (si se puede evitar el gritito, mejor). Ahora ya sé lo que hay delante: obstáculos de fuerza y salto, y 1,5 km con una única cuesta. Solo hay que aguantar. Por eso grité, porque sé que me acabo de asegurar un pódium nacional. Aunque los dos primeros se me han distanciado, voy con todo a por ellos. Si uno de ellos le da el bajón, yo estoy con energía. La realidad es que ellos también hacen un muy buen final de carrera y llegan un minuto por delante de mí. Cruzo la meta en tercera posición, levanto la primera cinta espartana y me cuelo entre los tres mejores de España sin que nadie lo esperara. Llegar a meta sabiendo lo que he conseguido es emocionante y no os voy a negar que hay una resaca emocional posterior que te hace perder el foco. Uno está muy orgulloso de sí mismo, y, sobre todo, se nutre del orgullo que transmiten hacia ti los familiares, en mi caso, como siempre, mi mujer y mis hijos, pero también mis padres, amigos...

Dos días después, ya tengo el foco puesto. Vuelvo a los entrenos y a la carga con más fuerza que antes, con tres objetivos claros: 1. Ser campeón de Europa en equipos (Portugal), 2. Ser campeón de Europa individual en categoría (Finlandia), 3. Volver a sacar un podio en la siguiente carrera de la liga nacional (Barcelona). No serán retos fáciles, y van a requerir de muchísimo entrenamiento, pero para eso estamos.

Y ahora, la gran pregunta: ¿Y todo esto, por qué? Lo máximo que puedo ganar es para cubrir los gastos (y eso si todo va bien). Hay tanto sacrificio, tantas horas de esfuerzo físico y mental, que a veces me pregunto si realmente vale la pena. Y lo peor, o lo mejor, es que las carreras se sienten como una auténtica agonía. Pero... ¿¡por qué!? Porque, en el fondo, sé que luchar con todo lo que tengo, sin esperar nada a cambio más que mi propio orgullo, me hace sentirme más pleno que cualquier otra recompensa material.

Y hay algo aún más profundo: estoy convencido de que cuando les hablo a mis hijos sobre lo que realmente creo que importa, cuando les enseño el verdadero valor del esfuerzo, del sacrificio y de la constancia, cuando les cuento cómo lucho, cómo me parto la cara para superar cada reto que me propongo, lo hago con la certeza de que mis palabras nacen del ejemplo, de lo vivido, de esa convicción que solo la experiencia puede dar. En un mundo donde la inmediatez prima, donde con la inteligencia artificial podemos crear canciones en un minuto, revisar documentos o hacer muchísimas cosas con menor esfuerzo, el verdadero valor del sacrificio y la lucha parece haberse desdibujado. Pero hay algo con lo que no pueden, con lo que la tecnología no puede sustituir: el deporte. Ahí, no hay atajos ni trucos.

Para estar entre los mejores en lo que elijan, tendrán que ser increíblemente valientes y, sobre todo, no permitir que nadie, absolutamente nadie, les diga que no pueden conseguirlo. El sacrificio es la clave, no hay otra. Lo que he aprendido tras haber competido cientos de veces y haber tenido la oportunidad de estar entre los mejores en carreras de obstáculos y trail de España, es que el esfuerzo, la perseverancia y la capacidad de aguantar hasta el final son lo que realmente marcan la diferencia. Eso es lo que quiero transmitirles.

Por eso corro. Porque cada vez que lo hago, siento que me acerco más a la persona que quiero ser. Y por eso sigo adelante, sin pensar en rendirme. A por la siguiente, con calma, con cabeza y con coraje… muchísimo coraje.